Por Samuel Martín-Sosa Rodríguez, responsable de Internacional de Ecologistas en Acción
“Encerrados en una isla concreta, solo necesitamos una cosa:
Convencernos de que no podemos salir. Después, cultivar el jardín”.
N. Sosa
Usted vive en un rascacielos. El edificio lleva tiempo ardiendo, y las llamas ya le han obligado a subir al último piso. Junto a una ventana que se abre al vacío, descubre un paracaídas. ¿Se tiraría por la ventana con él? No parece que haya necesidad de pensárselo mucho. Póngaselo y adelante, láncese por ese agujero que se abre a su salvación. La tentación de trasladar este dilema al asunto que nos ocupa es grande. Frente a un clima cada día más desbocado, la geoingeniería se ofrece como un paracaídas tecnológico, para esquivar el problema del calentamiento por la vía rápida. Sin embargo hay que advertir que el paralelismo es equivocado y el planteamiento de base, erróneo. En primer lugar porque el paracaídas nunca ha sido- y nunca podrá ser, como veremos- testado. En segundo lugar porque el edificio, que es el único lugar donde podemos vivir, seguirá en llamas. Y a los que pusieron el paracaídas junto a la ventana, les interesa que siga en llamas. La geoingeniería se presenta como la única forma plausible de afrontar la ineludible y ya acuciante realidad climática sin que haya que tocar el núcleo del sistema.